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El telégrafo también murió.

A mediados del siglo XIX se inventó el telégrafo, maravilloso artilugio con el que las personas podían comunicarse con sus seres queridos más alejados de ellos; recibían noticias sobre el nacimiento del nietecito, o sobre el fallecimiento del abuelo.
La comunicación, esa necesidad tan humana, daba un paso de gigante.

Entonces millones de dólares fueron invertidos por las naciones para ampliar el alcance del invento, se fundaron empresas, dedicadas en exclusiva al telégrafo, miles de puestos de trabajo se crearon para llevar a cabo la empresa y miles de kilómetros de cable se tendieron entre estados, países, incluso continentes, para transportar las señales eléctricas que contenían nuestras noticias.

Pero todas las industrias son tan inexorablemente pasajeras, como conservadoras; nunca querrán extinguirse aunque ya lo hayan hecho en la práctica, aunque su destino sea desaparecer y dar paso a una “opción mejor”, sujeta a las necesidades del público o al simple e incontrolable devenir de los acontecimientos.
Pronto llegaría el teléfono.

Millones de dólares se desperdiciaron en las compañías de telégrafos, por simple obsolescencia ante el nuevo invento. Miles de puestos de trabajo se perdieron, y tras décadas de servicio, los mensajes telegrafiados dieron paso a opciones mejores: primero los teletipos. Después el teléfono. Era lógico.
Pero los empleados sin trabajo, las empresas en quiebra que tantas fortunas habían amasado, empujados hacia la reinvención forzosa opinarían que el avance, o el simple cambio, iba en contra de la economía, del equilibrio social, y de la creación de riqueza. Incluso que los telégrafos eran más interesantes que el frío teléfono. Que aceptando el aséptico sonido de una voz al otro lado del auricular, se perdería el romanticismo de escribir con palabras en perdurable papel los acontecimientos importantes de la vida.

Sencillamente no querían que su castillo de naipes se desmoronara.

¿Desapareció la comunicación? No. Desapareció el telégrafo y su industria.
De hecho, ahora hay una industria más grande que aquella, y podemos comunicarnos y expresarnos de tantas maneras diferentes que a veces no sabemos ni qué decir.

También, hace más de cien años, se inventó el cinematógrafo…


Hoy en día, la desaparición gradual de la "increíble experiencia personal e intransferible" que es ir al cine, y que se dice que agoniza, a mi parecer es sólo un tópico más dentro del tema del “lento morir del cine”. Que quizá pueda ser real en la forma, pero no en el fondo.
Me explico.

Dicen que los jóvenes ven películas descargadas en sus ordenadores mientras twitean, o chatean, y que esto anula por completo la clásica experiencia de entrar en una oscura sala de cine y vivir una gran historia en soledad y en silencio sepulcral. Puede ser cierto que muchos lo hagan, pero se convierte en un tópico cuando intenta englobar a todos los espectadores. Es una simplificación hecha de mala fe.
Para mí, lo que pasa es que esa experiencia “personal” se ha trasladado junto con los espectadores, que son quienes lo hacían posible, y no la sala de cine.
Los jóvenes siempre han actuado despreocupadamente, incapaces de centrar del todo su atención en una sola cosa; cuando yo iba al cine de mi barrio siendo chaval, aquello era una fiesta. Ni silencio, ni experiencia personal, ni comunión con la pantalla, ni nada. Esa es mi experiencia. Y por entonces, a los ojos de un crío, aquello no tenía nada de malo. Los jóvenes no han cambiado. Seguirán actuando como tales, frente al PC o en el cine.

Sin embargo, para los que con los años el cine se convirtió en algo más que un entretenimiento de fin de semana, los que a medida que crecíamos realmente disfrutábamos como nunca cuando las luces se apagaban, los que aprendimos a comportarnos de otra manera en la sala, una manera casi ritual, viviendo la experiencia de una manera casi religiosa, ahora lo hacemos igualmente, pero en casa. Por dos razones muy importantes: primera, la tan cacareada, aplastante y obvia "ir al cine está carísimo para lo que te ofrecen". Y segunda, una razón que he oído y compartido durante toda mi vida adulta "no aguanto ir al cine por la gente que no sabe comportarse en las salas, engullendo crujientes nachos –vendidos en el propio cine que no quiere desaparecer-, contestando al móvil, y cuchicheando". El fondo de esta razón, que parece minoritaria y nimia, es real y más importante de lo que aparenta, para entender lo que sucede hoy en día: que ahora puedes tener las ventajas de la sala de cine en casa, y ninguno de sus caros y molestos inconvenientes, ya sea consiguiendo la película bajada de Internet de forma “pirata” o por medios más aceptados; ahora puedes apagar las luces del salón o la habitación y ver cine o series de televisión en tu home cinema y tu pantalla plana de 1080p como una verdadera experiencia personal, controlada sólo por ti.
Ahora sí.

Yo sigo yendo al cine, y no creo que nunca deje de hacerlo, porque nunca podré emular en mi salón la magnificencia de una sala de cine y lo que allí sientes. Pero sé que lo que realmente importa es lo que ves en la pantalla, no tanto el dónde lo ves. Y cuando la calidad de las obras falla, la sala en sí no significa nada. Y son ya muchos años de no sentir gran cosa en el cine. No porque no haya buenas películas por ahí, sino porque las promociones millonarias nunca anuncian las buenas películas, que son sólo cinco al año. Y claro, esas no crean industria.
La industria. La industria no vive de las buenas películas, no vive de la cultura, sino del cine como negocio altamente lucrativo. Y como tal, en algún momento tiene que cambiar con los tiempos o desaparecer. Por más que se resista.

En mi opinión, lo que ahora sucede en las salas de cine -o mejor dicho, lo que ya no sucede-, es muestra de inteligencia del consumidor, y no de estupidez. Basta de decir que el cine se hunde por culpa de un público tonto -que también lo hay, y mucho-. Se hunde por culpa de la falta de visión de sus responsables, no tan listos como creen, por lo que se ve, que creían tener en su poder la gallina de los huevos de oro y se relajaron, se olvidaron de qué iba en realidad todo esto del cine.

Si el cine, tanto las películas como la experiencia en sí, fuese importante, esencial para los espectadores, si volviese a ser arte, nada de esto pasaría, no de esta manera. Porque tengamos muy en cuenta que el cine “se hunde” como negocio, no como arte. Sigue habiendo y seguirá habiendo creadores en todas partes del mundo, capaces de hacer buen cine aunque sea con la cámara del móvil. Porque para los creadores de cultura de casi cualquier ámbito, la situación actual, tecnológica y socialmente, es la más increíble y favorable de la historia. Porque si sientes la pulsión de hacer una película, o un cómic, o un disco, puedes acceder a material de trabajo de gran calidad en cualquier tienda o grandes almacenes, material que antes estaba reservado a los grandes estudios, o comunicarte sin intermediarios ni esfuerzos financieros con cualquier persona del mundo con quien quieras trabajar o a quién quieras difundirle tu obra.
El problema es que ese cine de verdad no suele dar dinero y ya no tiene cabida en el circuito comercial, en el que se educa al nuevo espectador a que no busque nada más que un simple entretenimiento en que dejarse todo el dinero que pueda.
Y claro, en cuanto ha podido dejar de soltar pasta, lo ha hecho.
Y nos lo hemos buscado entre todos.

Si el cine, como el telégrafo antes que él, está destinado a dejar de ser un negocio lucrativo; si su edad de oro como tal se acabó y está destinado a convertirse en arte puro y cada obra a conectar con un público concreto y nunca de forma masiva; si esto lleva a que sólo haya cinco películas al año, pero cinco verdaderas PELÍCULAS que podamos llamar cultura y no mero negocio y esto desemboca en que sólo las podemos ver en Youtube, entonces hundamos este barco del cine entre todos, este ostentoso transatlántico que hace ya tiempo que va a la deriva y sin capitán.

Porque si lo que se está defendiendo e intentando perpetuar a toda costa es un simple negocio enmascarado de cultura, entonces seamos claros y evitemos los lloros: no es la cultura la que se hunde, porque con Internet, el cine como cultura ha florecido, se ha extendido, y ha llegado a mucha más gente a expensas del cine como negocio. Y entendamos que cuando una industria desaparece, simplemente otra florece.
Puedes quejarte o puedes actuar y ganar con el cambio.
Lo sé en mi humilde experiencia.

Todo esto, a tenor de un artículo de Isabel Coixet en El País “Si estás muerto, ¿por qué bailas”.

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